Yo te miro, tu me miras, vosotros mirareis, nosotros nos miramos.
Y si, cuando esto sucede, inevitablemente se genera una empatía. Es que hay una parte de mí mismo que comparto en ese pequeño roce de vistas, el color del iris o la angustia de mis cejas. A su vez, algo me es compartido: Hoy el señor Rodríguez comió una medialuna en mal estado y sus cejas se levantan en un eructo. Sara se olvido de dormirse anoche y los parpados recordaron de repente el goce de una siesta y se tiraron cuerpo a tierra, esquivando el grueso calibre del insomnio. O fueron salvados por la armadura del agotamiento, que, a penas se ve penetrada, los fuerza a descansar.
Es que las miradas son eso para mí: un disparo, una carga y un disparo. Después ya está, a limpiar la herida y miro a otro lado. ¿O no?
¡No! Me toco el hombro y sangra. ¿Me estará mirando? ¿Me esta mirando en el hombro? Me doy vuelta y ¡plaf!
Yo amanecí inseguro y ella cometió adulterio. Pero para apaciguar su conciencia se ríe sigilosamente de mi remera, cuidadosamente invertida.
Y si, después de una mirada a uno se le vuela la ropa y queda desnudo a todos ojos. Así que lo que hay que hacer cuando una mirada persigue la tuya es ir corriendo a desnudarse, a ver si llegamos antes de que nos miren y nos damos cuenta que ya no importa.
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