domingo, 28 de junio de 2009

Sobre las miradas

Yo camino con los ojos pegados al piso, es que desde chico las miradas me aterran. Odio cuando de repente, por esas casualidades, pisamos un bache con el bondi, o el tren frenó de golpe, o algo en el rabillo del ojo nos gritaba que giráramos la cabeza, y ahí, ¡plaf! Un repentino choque en el vació.

Yo te miro, tu me miras, vosotros mirareis, nosotros nos miramos.

Y si, cuando esto sucede, inevitablemente se genera una empatía. Es que hay una parte de mí mismo que comparto en ese pequeño roce de vistas, el color del iris o la angustia de mis cejas. A su vez, algo me es compartido: Hoy el señor Rodríguez comió una medialuna en mal estado y sus cejas se levantan en un eructo. Sara se olvido de dormirse anoche y los parpados recordaron de repente el goce de una siesta y se tiraron cuerpo a tierra, esquivando el grueso calibre del insomnio. O fueron salvados por la armadura del agotamiento, que, a penas se ve penetrada, los fuerza a descansar.

Es que las miradas son eso para mí: un disparo, una carga y un disparo. Después ya está, a limpiar la herida y miro a otro lado. ¿O no?

¡No! Me toco el hombro y sangra. ¿Me estará mirando? ¿Me esta mirando en el hombro? Me doy vuelta y ¡plaf!

Yo amanecí inseguro y ella cometió adulterio. Pero para apaciguar su conciencia se ríe sigilosamente de mi remera, cuidadosamente invertida.

Y si, después de una mirada a uno se le vuela la ropa y queda desnudo a todos ojos. Así que lo que hay que hacer cuando una mirada persigue la tuya es ir corriendo a desnudarse, a ver si llegamos antes de que nos miren y nos damos cuenta que ya no importa.

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